La dimensión física con la que medimos lo que dura un acontecimiento, o cuan separado está de otro, es el popular – y a veces amado y a veces temido – tiempo. Aunque se paren los relojes que lo marcan, se cambie la convención con la que se cuenta, o salgan tratamientos anti-edad que enlentezcan o eternicen en un instante su efecto sobre la materia, dicen los que saben, que el tiempo no se detiene.
Facundo Zilberberg intenta desafiar, poéticamente, esos postulados en la obra que escribe y dirige, El tiempo se detiene, poniendo en el centro del escenario el tiempo vivencial y no el que indican los relojes. Todo queda bajo lo que marcan las agujas de las subjetividades, todo suena al silencio ensordecedor del dolor, todo puede ser eterno pasado, presente o futuro según como se lo cronometre, y todos permanecen casi todo el tiempo en escena como cuando no se puede salir de una situación.
Ángela (logradamente angelada por la convincente actuación de Alejandra Flores) está sumergida en un compás particular para vivenciar el tiempo y los hechos. Ritmo que le impone la depresión y le hace bordear la ilusión (no elegida) de estar como suspendida temporalmente en una vida que, lisa y llanamente, duele y de la que parece ser mejor huir para no sentir. La reciente muerte de su padre reaviva su vínculo con las pérdidas y, entre ellas, la de un divorcio también difícil de elaborar. Los nuevos hechos más los antecedentes psiquiátricos de Ángela inquietan a sus hijos Federico (Julián Marcove) y Gonzalo (Fernando de Rosa) que parten depositando la atención en su madre y terminan quizás, sin darse cuenta, trayendo duelos y tiempos propios que también los amenazan y les piden a gritos atención. Así, lo que empieza siendo quedarse por un rato en casa de mamá para cuidarla, se convierte irreflexivamente en volver a la casa de la infancia con todo lo que ese retornar en el juego de la vida pueda implicar. Valga entonces, el posible anclaje simbólico con otro juego que aparece literalmente en escena: el Misterio. Momento lúdico que nos recuerda que cuando se abren las cajas de la infancia se corre el riesgo de acordarse que algunas cosas pueden no estar. Y, en este caso, habrá un detective que falte mientras esos dos adultos (que intentan mudar actoralmente a niños) siguen compitiendo sin saber que les espera descifrar, quizás, el desenlace de la partida más difícil.
Y así el enigma se corre de la mesa de juego al universo más íntimo de esa madre que es escoltada (aparte de sus hijos ) por una compañía peculiar a interpretar. Presencia que le brinda apoyo a través de la decidida y delicada aparición (tanto argumental como actoral ) de Mariana Estensoro. Figura que ocupa un lugar a su lado, hasta que Ángela pueda ocuparlo “sola” , pues parece que hasta en las pérdidas decidías de y por uno mismo, siempre se juzga oportuna la compañía. Y entonces el final podría sonar a crónica de una aceptación esperada que anima, antes de concluir, a mirarse al espejo, a soltarse y soltar.
En el tiempo se detiene Facundo Zilberberg hace que convivan, como en un ensayo de laboratorio abierto a seguir ajustando algunos tiempos, el tiempo del dolor, de la infancia, de la alegría, del amor correspondido y del que no, de la victoria, del juego, de los sueños por cumplir, de la llamada que no llega o no se hace, de la perdida, de la falta de aire y otros tantos donde se extreman las emociones. Experiencias que largas o efímeras comparten algo de falsa eternidad, una suerte de perpetuidad casi homologa a detener el tiempo.
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