Secretos a dos voces que te dejan al borde de la epífora.

Los Secretos se despliegan a dos voces y hacen eje en una historia de amor desde donde brotan los contenidos más afectuosos y sombríos sin perder el tono infinitamente poético y circular. Una es la voz de una profesora de literatura, Elisa (Paula Fernández Mbarak) y la otra, la de un flamante empleado de seguridad, Horacio (Iván Moschner). Se podría decir que ambos se encuentran en la virtualidad, en la calle, en el palier y entre la vida y la muerte, poniendo en debate las tan ciertas como falsas dicotomías entre lo real y lo virtual.

La dramaturgia y dirección viene de puño y alma de un escritor que ya sentó un precedente imborrable con Las Promesas y ahora se supera a sí mismo (agregando humor y absurdo) en esta segunda obra de su anunciada trilogía. Completan el equipo y la lograda puesta, Julia Camejo en vestuario, Leandro Crocco a cargo de la iluminación y Gabriel Motta con la musicalización en escena.

Elisa está a un costado del escenario rodeada de libros y en uno de ellos hace equilibrio como si fuera la piedra filosofal donde se clava y soporta las inclemencias que provoca su cuerpo en ebullición erótica. Desde allí va a contemplar (casi vigilar) a su amor, el hombre de seguridad al que bautiza por muchos significantes en convergencia: mi poeta maquinita. Sin perder el soliloquio poético, cada tanto Elisa parece hablar haciendo del aire un pizarrón sobre el que despliega las opciones que le brinda una suerte de clíck derecho mental y así explica sus sentimientos valiéndose de sinónimos, análisis sintácticos, polipotes y cualquier otra estructura literaria que le permita vehiculizar el amor que siente debajo de las tetas a través de su mundo familiar del lenguaje. Un amor que parece ser tan fuerte que le hace perder no solo la noción del tiempo sino también del espacio. Todas pérdidas que conspiran a favor del encuentro  le permitirán saltar de la piedra para intentar no morir sola.

Al otro lado del escenario está Horacio que tampoco quiere morir solo y al descubrirlo cuida de ello como de su impecable apariencia en su tan esforzado período de prueba laboral. Él también va a desplegar su soliloquio hablando sobre lo que no dejará de hablar: de su madre, de sus ojos que sufren de una heredada y curiosa epifora que hace llorar a los hombres de su familia y de sus intereses ocultos a los que se sumará Elisa.

Conforme avanza la obra los soliloquios entran en un dialogo inexistente destinado a evidenciar una complementariedad circular tan libre como encajada, tan poética como literal, tan llena de interpretaciones que bordean el todo, como de silencios que expresan una contundente nada.

En ese pendular dos extraños se prestan la soledad entre sí y se animan en esa concesión a hablar de amor.

En ese pendular, como siempre que suben al escenario, Mbarak y Moschner se hacen tan dueños de la obra con sus inmejorables interpretaciones que se respira una certeza: Los Secretos son de ellos o no son. Irrenunciables presencias que Elisa tipificaría como una suerte de polipote de sí mismos y que llevan donde actúan la herencia de dejarte al borde de la epifora.

En ese pendular Romanazzi va creando un universo propio, un universo acuoso donde primero fueron las lágrimas en Las Promesas por las promesas del amor y ahora las de Los Secretos del amor y sus promesas.

En ese pendular de Los Secretos que se definen como compañeros a los que podemos volver, todas las anáforas son robadas y al mismo tiempo propias.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

http://www.elportondesanchez.com.ar/plays/view/151/name:LOS-SECRETOS-Parte-II-de-la-Trilogia-De-Las-Veces-Que-Imagino-Dos-ultimas-funciones

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