De entrada nomás se oye que ofertan “Palito, bombón y helado”, con esa inflexión familiar de vendedor ambulante, pero amalgamada con el Bolero de Ravel en ritmo cumbia. Asimismo, en el preludio de la obra se expande un aroma sugerido por una escenografía exclusivamente cítrica, que se visualiza como un firmamento poblado de naranjas finamente iluminadas. Ingresando, casi tomando por asalto ese espacio onírico, entreverada en restos de una corona fúnebre, irrumpe ella, Estrella. Una revendedora de cosmética -de Avon, para más datos- que intentará desenmarañar su vida ante un público al que convertirá instantáneamente en potencial cliente, al que interpelará de lleno con mirada ineludible y una velocidad verbal arrolladora que no dará respiro a los espectadores, salvo para reírse. Aunque esa risa debida en buena medida a la irresistible vis cómica del intérprete, Juan Pablo Geretto, casi siempre se las trae con implicaciones penosas, desoladoras, amargas…
El discurrir mental de Estrella, una creación del propio Geretto con dramaturgia de Virginia Martínez, transita una suerte de catálogo (edición especial) de maquillaje, pero a través de fotos de los personajes de un pueblo. Fotos capturadas con aguda precisión, secuenciadas y narradas por esa revendedora excelsamente encarnada por Geretto. Una mujer que habla de su vida tan condicionada con prisa ansiosa, con angustia soterrada, sin quitar las manos de su vientre distendido, desgranando un anecdotario que no terminar de cerrar por saltar a otro tema en su libre asociación, a la vez que intenta vender sus producto. Es decir, la venta es una excusa para hablar de su existencia frustrada, signada por imposiciones que han inhibido el descubrimientos de sus deseos profundos, que han coartado su libertad.
En ese discurrir frenético, naïf, que trata de ser complaciente, de una revendedora dócil y bien intencionada, Estrella se desdobla en un diálogo permanente con personajes que hacen a su entorno más cercano, a sus episodios de vida más significativos o determinantes. Allí su soliloquio presta voz por momentos a su madre, a su padre, a su tía, a un desconsiderado coordinador de viaje de egresados, a una supervisora de la empresa de cosméticos…
Entre todos ellos, en esa dinámica familiar y pueblerina, circula Estrella en pos de una toma de conciencia de una vida que ha estado maquetada a la medida de los otros. Una existencia que se ciñe a un universo “femenino” al que la protagonista va quitando el maquillaje para dejar aflorar algo propio y genuino. Lo hace con el inapreciable recurso de un humor que se tiñe a menudo de negro. Con elocuente ironía cincela a una madre mala («porque sufre»); una tía que muerde, ladra o aúlla de soledad; una supervisora/evangelizadora que prefiere enrollar un banner antes que escuchar. También describe un universo “masculino” enmascarando (maquillando) a un padre presuntamente preocupado por la felicidad de su hija; un modisto cuya verdadera vocación es ser bailarín en un pueblo que no le da pista; un tío avaro y golpeador disimulado detrás un disfraz navideño.
Obvio que no todo es color 03 o 07 de rush en la vida de Estrella: muchas cuestiones se desprenden de las mutaciones propias de aquel firmamento inaugural anaranjado. Un éter que condensa el sueño de la casa propia, el fruto del árbol plantado, el auto de la infancia, un corte de género para hacerse un vestido. E incluso el lugar del descanso eterno de los que ya no están.
Y al final, bailando el Bolero de Ravel, está Estrella, liberando sus manos de su vientre distendido, liberándose atravesada por el desafío de ser por fin ella, entre la cumbia de los unos y los otros. Tratando de entender quizás por primera vez qué es ser feliz, qué es disfrutar en su propia escala personal, sin interferencias.
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